Friday, September 30, 2011

El horror según Gottfried Benn

















Ciclo

La solitaria muela de la prostituta
que murió sin identificar
tenía un empaste de oro.
La había abandonado el resto de sus dientes
como por tácito acuerdo.
La muela, la arrancó el empleado
de la morgue, la empeñó
y se fue a celebrarlo.
Porque –dijo–
sólo la tierra debe regresar a la tierra.  




Un hombre y una mujer atraviesan la sala del cáncer

El hombre:
Aquí en esta hilera están los vientres malogrados
y en esta están los pechos malogrados.
Cama tras cama pestilente. Las hermanas
se turnan cada hora.
Ven, levanta con cuidado esta colcha.
Mira la grasa hinchada y los humores podridos,
que fueron para algún hombre preciosos un día
y representaron la embriaguez y el hogar.
Ven, mira esas cicatrices en el pecho.
¿sientes el rosario de nudos pequeños?
Toca tranquila. La carne es blanda
y no le duele.
Esta de aquí sangra tanto como treinta.
Nadie tiene tanta sangre.
A esta le tuvieron que seccionar
un niño de su vientre canceroso.
Se les deja dormir. Noche y día. A los
nuevos se les dice: te sentirás
mejor si duermes. Sólo los domingos
para las visitas los espabilamos un poco.
Aún toman algo de comida.
Tienen escaras en la espalda. Mira las moscas.
A veces las hermanas los asean. Como quien
limpia muebles.
Aquí en cada cama crece un pequeño solar.
La carne se nivela con el polvo.
Los rescoldos se apagan.
La savia se apresta a fluir. Llama la tierra.




Una bonita juventud

La boca de una muchacha que ha yacido
durante largo tiempo entre los juncos
se mostraba tan roída.
Cuando le abrimos el torso,
el esófago estaba por completo agujereado.
Finalmente, en una cavidad bajo el diafragma,
encontramos un nido de jóvenes ratas.
Una de sus pequeñas hermanas estaba muerta.
Las otras vivían de roer riñón e hígado,
apuraban la helada sangre y habían
disfrutando allí de una bonita juventud.
Y diligente y bella fue también su muerte:
las echamos a todas al agua.
¡Ah, cómo chillaban
por sus pequeños hocicos!      




                                          Traducción de José Luis Fernández Castillo

Tuesday, September 20, 2011

Nakamura Takumi: un fragmento del diario poético "El sonido del agua" (水の音)












  


A veces está uno haciendo cualquier cosa, concentrado en la lectura o la caligrafía por ejemplo, y de pronto surge la impresión de que la realidad –ese instante, los objetos que me rodean, el encadenamiento de causas y efectos que sostiene el equilibrio del mundo– va a detenerse, a alterarse dramáticamente, a romperse por algún sitio y revelar su falsedad profunda; en algún instante va a aflorar un pequeño hecho sobrenatural –la ingravidez de un objeto, la combustión espontánea de un pedazo de papel– y ese pequeño hecho va a abrir consigo el abismo por donde caerá mi vida, mi memoria, mi cuerpo.   

                                
                                                               
                                                                  Traducción de José Luis Fernández Castillo

Monday, September 19, 2011

Alberto Caeiro: poema V de "El guardador de rebaños"


















Hay suficiente metafísica en no pensar en nada.

¿Lo que pienso del mundo?
¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!
Si yo enfermara pensaría en ello.   

¿Qué idea tengo de las cosas?
¿Qué opinión tengo sobre las causas y efectos?
¿Qué he meditado sobre Dios y el alma
y sobre la creación del mundo?
No sé. Para mí pensar en ello es cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (pero no tiene cortinas).

¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo lo que es el misterio!
El único misterio es que haya quien piense en el misterio.
Quien está al sol y cierra los ojos
comienza a no saber lo que es el sol
y a pensar muchas cosas llenas de calor.
Pero abre los ojos y ve el sol,
y ya no puede pensar en nada,
porque la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas.
La luz del sol no sabe lo que hace
y por eso no yerra y es común y buena.

¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?
La de ser verdes y tener copas y ramas
y la de dar fruto a su hora, lo que no nos hace pensar,
a nosotros, que no sabemos dar fruto por ellos.
¿Pero qué mejor metafísica que la suya,
que es la de no saber para qué viven
ni saber que no lo saben?

“Constitución íntima de las cosas…”
“Sentido íntimo del universo…”
Todo esto es falso, todo esto no quiere decir nada.
Es increíble que se pueda pensar en cosas semejantes.
Es como pensar en razones y fines
cuando raya el comienzo de la mañana
y por el borde de los árboles
un vago oro lustroso va perdiendo la oscuridad.

Pensar en el sentido último de las cosas
es desproporcionado, como pensar la soledad
o llevar un vaso al agua de las fuentes.

El único sentido último de las cosas
es que ellas no tienen sentido último.

No creo en Dios porque nunca lo vi.
Si quisiera que yo creyese en él
sin duda que vendría a hablar conmigo
y entraría por mi puerta
diciéndome ¡aquí estoy!

(Esto es tal vez ridículo a los oídos
de quien, por no saber qué es mirar las cosas,
no comprende a quien habla de ellas
con el modo de hablar que reparar en ellas enseña).

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el sol y la luz de la luna,
entonces creo en él,
entonces creo en él en todo momento,
y toda mi vida es una oración y una misa,
y una comunión con los ojos y por los oídos.
Pero si Dios es los árboles y las flores
y los montes y la luz lunar y el sol,
¿para qué lo llamo Dios?
Lo llamo flores y árboles y montes y sol y luz lunar.
Porque, si para que yo lo vea se hace
sol y luz lunar y flores y árboles y montes,
si se me aparece como siendo árboles y montes
y luz lunar y sol y flores,
es que él quiere que yo lo conozca
como árboles y montes y flores y luz lunar y sol.
Y por eso yo lo obedezco,
(¿qué sé yo de Dios que Dios no sepa de sí mismo?).
Le obedezco al vivir, espontáneamente,
como quien abre los ojos y ve,
y lo llamo luz lunar y sol y flores y árboles y montes,
y lo amo sin pensar en él,
y lo pienso viendo y oyendo,
y ando con él en todo instante.

               


                       Traducción de José Luis Fernández Castillo

Wednesday, September 14, 2011

Wordsworth: Fragmento de "Tintern Abbey"






















A Annandale-on-Hudson, in memoriam


Cinco años han pasado, cinco estíos
tan largos como cinco inviernos y oigo
de nuevo el agua fluir desde sus fuentes
con un murmullo íntimo, de nuevo
contemplo este empinado risco altivo
que, por agreste, invita a pensamientos
de vida recoleta y comunica
el paisaje con la calma del cielo.
Otra vez es el día en que reposo
aquí, bajo este oscuro sicomoro,
y observo los sembrados de los predios
que, en este tiempo, con sus frutos verdes
entre bosques y cerros no podrían
con tonos aún agraces disturbar
la silvestre verdura del paisaje.
De nuevo veo estos setos, líneas débiles
de boscaje vivaz asilvestrándose,
estas granjas bucólicas y verdes
hasta en sus mismas puertas, y columnas
de humo que silencioso, entre los árboles,
anuncia incierto errantes moradores
en los bosques inhóspitos o acaso
el eremita que en su cueva, solo,
se sienta ante una hoguera.
                                      Largo tiempo
ausente, sin embargo, esta belleza
no ha sido para mí como un paisaje
a los ojos de un ciego: muchas veces
en cuartos solitarios, en mitad
del caos urbano me han proporcionado
contra mi hastío, sensaciones gratas
sentidas en mi sangre y en mi pecho,
llegando a lo más puro de mi mente
con remedio tranquilo, sentimientos
de placer olvidado cuyo influjo
es la parte mejor de un ser humano,
sus anónimos actos de bondad
 y de amor. También les debo
otra gracia de más sublime aspecto,
esa disposición por la que el fardo
del misterio, el peso extenuante
que compone este mundo incomprensible
se aligera: disposición serena
en la que los afectos nos conducen
hasta que, en la armazón corpórea, el soplo,
y el movimiento de la sangre casi
suspensos, nuestros cuerpos se abandonan
al sueño que las almas vivas velan.
Cuando, calmo el mirar, en la armonía
y el dominio del gozo contemplamos
la vida de las cosas…   




                                      Traducción de José Luis Fernández Castillo