Monday, September 19, 2011

Alberto Caeiro: poema V de "El guardador de rebaños"


















Hay suficiente metafísica en no pensar en nada.

¿Lo que pienso del mundo?
¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!
Si yo enfermara pensaría en ello.   

¿Qué idea tengo de las cosas?
¿Qué opinión tengo sobre las causas y efectos?
¿Qué he meditado sobre Dios y el alma
y sobre la creación del mundo?
No sé. Para mí pensar en ello es cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (pero no tiene cortinas).

¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo lo que es el misterio!
El único misterio es que haya quien piense en el misterio.
Quien está al sol y cierra los ojos
comienza a no saber lo que es el sol
y a pensar muchas cosas llenas de calor.
Pero abre los ojos y ve el sol,
y ya no puede pensar en nada,
porque la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas.
La luz del sol no sabe lo que hace
y por eso no yerra y es común y buena.

¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?
La de ser verdes y tener copas y ramas
y la de dar fruto a su hora, lo que no nos hace pensar,
a nosotros, que no sabemos dar fruto por ellos.
¿Pero qué mejor metafísica que la suya,
que es la de no saber para qué viven
ni saber que no lo saben?

“Constitución íntima de las cosas…”
“Sentido íntimo del universo…”
Todo esto es falso, todo esto no quiere decir nada.
Es increíble que se pueda pensar en cosas semejantes.
Es como pensar en razones y fines
cuando raya el comienzo de la mañana
y por el borde de los árboles
un vago oro lustroso va perdiendo la oscuridad.

Pensar en el sentido último de las cosas
es desproporcionado, como pensar la soledad
o llevar un vaso al agua de las fuentes.

El único sentido último de las cosas
es que ellas no tienen sentido último.

No creo en Dios porque nunca lo vi.
Si quisiera que yo creyese en él
sin duda que vendría a hablar conmigo
y entraría por mi puerta
diciéndome ¡aquí estoy!

(Esto es tal vez ridículo a los oídos
de quien, por no saber qué es mirar las cosas,
no comprende a quien habla de ellas
con el modo de hablar que reparar en ellas enseña).

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el sol y la luz de la luna,
entonces creo en él,
entonces creo en él en todo momento,
y toda mi vida es una oración y una misa,
y una comunión con los ojos y por los oídos.
Pero si Dios es los árboles y las flores
y los montes y la luz lunar y el sol,
¿para qué lo llamo Dios?
Lo llamo flores y árboles y montes y sol y luz lunar.
Porque, si para que yo lo vea se hace
sol y luz lunar y flores y árboles y montes,
si se me aparece como siendo árboles y montes
y luz lunar y sol y flores,
es que él quiere que yo lo conozca
como árboles y montes y flores y luz lunar y sol.
Y por eso yo lo obedezco,
(¿qué sé yo de Dios que Dios no sepa de sí mismo?).
Le obedezco al vivir, espontáneamente,
como quien abre los ojos y ve,
y lo llamo luz lunar y sol y flores y árboles y montes,
y lo amo sin pensar en él,
y lo pienso viendo y oyendo,
y ando con él en todo instante.

               


                       Traducción de José Luis Fernández Castillo

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